28/12/09

El comité triste

Lo tenía todo preparado.

No soy un tipo que se preocupe en exceso por el desarrollo de los acontecimientos en una cena de gala, pero he de reconocer que estaba nervioso. Quería que todo estuviese en su sitio, que la noche transcurriera sin sobresaltos.

La lubina lucía espléndida en el centro de la mesa, con una pequeña guarnición de setas, ajo y perejil rodeándola, como una especie de corona triunfalista. No creo que a la lubina le hubiese importado terminar así sus días. La mesa se extendía longitudinalmente a lo largo del comedor, rozando una perspectiva perfecta. Las copas, los cubertería, la enorme lámpara de araña, todo. Todo parecía que iba a romperse a causa de su extremo rigor incandescente.

Seis sillas, tres a cada lado. Y un sillón presidiendo la mesa. Los mozos de palacio habían hecho un buen trabajo. También es cierto en el resultado final mediaba un buen fajo de billetes de por medio. Eso sin contar el alquiler del comedor principal, el esmoquin, la cuarteto de cuerda, los cocineros y las limusinas.

El reloj marcó las nueve de la noche y poco a poco fueron llegando de forma casi litúrgica. La primera en aparecer fue L. Indiqué a uno de los mozos que la recibiera y acompañara a la sala de invitados. Las órdenes eran estrictas, llevaba varios meses planeando aquella noche. A los pocos minutos llegaron A. y S. con muy poco tiempo de diferencia. Y después P. y al poco, B. La última en llegar fue Z.

Llené mi copa con un carísimo brandy y di la orden de que fueran trasladadas al comedor. El reloj marcó las nueve y media, la hora de la cena.

Saludé afectuosamente a cada una de ellas. La cena transcurrió todo lo normal que puede transcurrir una cena en la que todas las invitadas han sido, en mayor o menor medida, queridas por un anfitrión decididamente excéntrico y magnífico, en la cima del éxito profesional. Todo lo normal que puede transcurrir una cena en la que las invitadas no contaban con la presencia de más gente, salvo ellas mismas y su anfitrión

Llegado el momento del postre, alcé y mi copa y brindé por mi, por todos nosotros en el fondo, los que estábamos allí. Pronuncié unas palabras de una hermosura considerable. Dije que, tras haber reflexionado mucho, había llegado a la conclusión de que lo más correcto, en este momento de nuestras vidas, era que ellas me quisieran muchísimo de nuevo. Pero todas a la vez. Y que estuviéramos para siempre juntos, todos, los siete. Que todo el amor que habíamos compartido en otra época, debería aglutinarse, multiplicarse, para así convertirse en un amor gigantesco como un puré de distintos movimientos poéticos. Ante todo, quiero decir, que fueron unas palabras razonables.

Sorprendentemente, sus recciones no fueron las deseadas. Por algún extraño motivo, mi proposición limpia, honesta y definitiva no les pareció correcta. Así que se marcharon. Insultándome algunas, llorando otras; tristes todas, al fin y al cabo.


Ahora tengo que pagar todas estas facturas y volverme solo a casa. Quizás mañana empiece de cero. Conocer otras chicas, viajar, puede que Francia. Ya lo sé. Es bastante vergonzoso. Pero no podrás decir que no lo intenté.

1 comentario:

  1. Acabo de decubrirte por a quí, así que te linkeo y me hago furibumdo seguidor, hala.

    Abrazote,

    jl
    http://yozuniga.blogspot.com/

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