7/6/10

Lo fácil era irse a Londres

La gente.
Sabíamos que ése iba a ser el problema. El gran problema. Lo vimos desde el principio pero no supimos qué hacer al respecto. Teníamos ahí, delante nuestra, los semáforos en rojo. Eran lo más parecido a la eternidad que nos cabía en el bolsillo y, sin embargo, esperábamos una y otra vez. Y cada vez como si fuera la primera, felices y perfectos. También teníamos las películas. Incluso algunos libros. Mierda, lo teníamos ahí. Delante de nuestras narices. Como experiencia ajena, como experiencia propia; da igual. Lo teníamos tan cerca que no lo pudimos ver.

Era el cucurucho que se derretía en la mano del chico que se llevaba de la mano a la chica que no le gustaban los cucuruchos. Es cierto que algo sospechábamos, pero no sabíamos cómo encajar todas aquellas piezas. Aunque eso no vale como excusa. Desde bien pequeños nos enseñaron a encajar las cosas en sus respectivos sitios. Decía que sí, que algo sospechábamos de todo aquello, pero nadie nos hablaba del verdadero alcance. Y si lo hacía, no lo creíamos. O no lo queríamos creer, lo que viene a ser, en última instancia, lo mismo. Sólo teníamos ciertas señales, cortes de pelo vergonzosos, dolores de barriga y un caballo enfermo. Un caballo enfermo que corría como si le estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. Y eso fue lo que desequilibró definitivamente la balanza.

Y ya no supimos muy bien cómo gestionar todo aquello. Nos movimos, nos cambiamos de sitio, pensando que tal vez así el seis podría parecer un nueve. Pero siguieron sucediéndose las cosas, una detrás de otra. Siempre con su aparentemente caótico pero perfecto y absurdo orden. Como si fueran maletas vacías de colores chillones en la cinta de transportadora de un aeropuerto. Así que no nos quedó mucho más que aferrarnos a la posibilidad de que una mano extraña cogiera la misma maleta. Aún así, tampoco eso arreglaba el asunto. Más bien lo empeoraba. Una persona sentada delante de un televisor apagado ya es algo horrible de por si. Pero dos personas cogidas de la mano, sentadas delante de un televisor apagado puede considerarse como mínimo algo insoportable.

Y las señales seguían ahí. Cambiando cada vez más deprisa. Volviéndose retorcidas y complejas como el tratado de un asesino en serie. Unos las supieron interpretar. Quizás demasiado tarde, pero supieron hacerlo. Otros siguen sin poder encajar las piezas. Pero tienen suerte. Están aún tiempo de poder acabar con todo ésto de una vez por todas.

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